LA HERMANA (Sándor Marái) por Pablo Vinci

LA HERMANA (Salamandra, 2007)
de Sándor Márai
por Pablo Vinci

En La Hermana, como en La Mujer Justa, El Último encuentro, y probablemente como en el resto de las novelas de Sándor Márai, el narrador recuerda una o varias situaciones, perspectivas o vivencias que va a tratar de contar y comprender en tono de introspección y confidencia.

Ni en la primera lectura de esta introspección se puede eludir el contexto en el que se desarrolla la novela y la vida de Márai: son los años de desasosiego y descontento que comienzan durante la posguerra y se profundizarán mucho más hacia fines de la Segunda Guerra Mundial. Toda la novela está atravesada por las cuestiones ideológicas en debate durante ese período que configuran un sentido trágico, por el descontento provocado por la no aceptación de una realidad tal como se presentaba, por la incertidumbre acerca de la posibilidad de cambiarla, por la responsabilidad del hombre sobre su existir, por la realidad como resultado de actos racionales o de impulsos irracionales/pasionales, por la miseria causada por nuestra cultura.

Pero además la novela, al ser leída en clave personal o humana, adquiere un tono melancólico no tan vinculado a la pérdida como a la decepción. La narración está delineada permanentemente por reflexiones profundas vinculadas a la condición del ser humano y al proceso de construcción de la propia vida, a la existencia como anterior a la esencia. Es decir que, en términos sartreanos, el hombre es lo que él hace de sí mismo. Esa decepción finalmente se va transformando poco a poco en olvido, en acostumbramiento y en la asunción de esa nueva realidad “distinta”, difícil y dolorosa.

Márai comienza el relato bajo la voz de un narrador que nos advierte que en “el destino de una sola persona la fatalidad puede condensarse con la misma intensidad que en el de pueblos enteros”.

Esa fatalidad, que sintetiza el sinsentido, la muerte, el dolor, la destrucción, es analizada por el protagonista Z., (un prestigioso músico centroeuropeo) y escrita en un diario que recibe finalmente el narrador sin instrucciones precisas sobre qué hacer con él. Probablemente todos creemos que si alguien escribe un diario es porque quiere dar a conocer algo a otro o a otros. Eso es lo que plantea Márai y, en consecuencia, quien narra la historia lo hace: da a conocer como una experiencia ejemplar, aquel diario que le fue entregado.

Por ese diario el lector se entera que el músico Z. se ha enfermado. ¿Una enfermedad es producida por la naturaleza o por “uno mismo”? Comienzan a partir de ese momento una serie de reflexiones, especulaciones, dudas y certezas sobre las “leyes eternas que rigen al mundo”. Z. se pregunta si el hombre es víctima de las fuerzas del universo que generan pasiones en el ser humano o si la enfermedad que lo martiriza la produce él mismo porque, de alguna forma, así lo ha decidido.

Aquí aparece con fuerza una las metáforas permanentes en el libro: todo lo que le pasa a Z., sus dudas, sus dolores, sus interrogantes, está relacionado con los procesos históricos de los pueblos europeos. En 1939, mientras cae la ciudad de Varsovia, en una Polonia siempre castigada y mutilada, Z. emprende un viaje y se entera de la situación que se inicia. A la vez descubre que sabe que algo cambió en él: “Ese fue el instante en que se inició, […] de súbito algo había muerto en mi interior y yo mismo volvía a renacer, diría que había muerto para la vida y renacía para la muerte”.

En medio de este debate, aparece la reflexión sobre el rol que el artista con sus creaciones (un músico en el caso de Z.) debe asumir ante determinados sucesos históricos. Hasta ese momento el deber sólo era intentar que el mundo se volviera sensible a la música, a través del afán de interpretar a otros, de perfeccionar los detalles o de la autoexigencia. Es decir, el arte únicamente como fuente de placer, felicidad y goce.

Los paralelos entre la historia de Europa y la propia historia de Z. son evidentes, pero no son paralelismos a la fuerza. Son cosas que suceden libremente durante la novela, no por capricho ni por casualidad histórica, sino por sensibilidad del autor. Hoy, sesenta o setenta años después de Márai, para muchos es difícil hacer que las cosas que suceden en los libros ocurran sin forzarlas a acomodarse (tal vez con intención de mostrar analogías o parangones en general expuestos como grandes e ingeniosos hallazgos pero que son mediocres y groseras obviedades), apretadas y deformadas para encajarlas en una prosa que pretende ser original, desfachatada y novedosa, pretensión que (por supuesto) no se satisface.

Volvamos a La Hermana. En Florencia, al final de su viaje y luego de un concierto, aparece la enfermedad más concreta y evidente. Z. es internado.

Durante esta internación en un hospital se profundizan y se abordan cuestiones que tienen que ver con la traición del cuerpo, la degradación física, las relaciones entre las personas, la angustia, el amor, las pasiones, la soledad, el dolor y la muerte. Y por otro lado aparecen temas como la deshumanización del paciente, los vínculos entre enfermo y médico, la religión, la ciencia y la curación.

En la angustiante e inmensa soledad de la habitación de hospital Z. se atormenta con sus pensamientos. La responsabilidad de lo que se es y de lo que se será. Responsabilidad que tiene que ver con elecciones ante una encrucijada de alternativas: volver a la aparente firmeza que representa su historia pasada o elegir precipitarse al abismo del desconcierto que precede al por venir.

Con esta última edición de La Hermana, las letras de Márai vuelven a emocionar y a sorprender por su profunda y sutil delicadeza.

Este húngaro, exiliado casi crónico y finalmente autoexiliado de la vida, vuelve con este libro de la forma más poética. Y las formas de la poesía, aunque no logran la felicidad de los hombres, son por lo menos señales de que seguramente, tendiendo un puente hacia ellas, hay algo que por lo menos se parece a la esperanza.

Tal vez haya lectores que lean esta historia como la última composición de un músico, en la que la melodía importa más que la letra. Y está bien que así sea, pues, aunque la melodía nunca tiene un “significado”, lo dice todo, todo lo que no puede decirse con palabras.

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